Tía Clide
- culturacasatomada
- 15 oct 2020
- 5 Min. de lectura
Un cuento de Danisa Pérez

Realmente me horrorizan las cucarachas, cuando veo una me genera un estado de asco y rechazo inmensos, al punto de que por unas horas no puedo comer ni tranquilizar mi mente. Lo más probable es que sea una condición de familia. Mi tía Clide, la hermana mayor de papá, sufre de aversión aguda a las cucarachas, detesta profundamente sus largas antenas moviéndose sin parar, tiene la teoría de que envían señales espaciales con secretos mensajes oscuros.
La tía Clide se casó muy jovencita, a los 20 años, con Roque, su amor desde los 15. Al poco tiempo llegaron los hijos, primero los gemelos y dos años después, la nena. La casa siempre estaba llena de risas y llantos, tanto de los pequeños como de la madre. Se podía decir que estaban alegres y tristes en igual medida, como pasa en todos los hogares. La tía Clide era amorosísima, tanto con sus hijos como con el resto del mundo, tenía una sensibilidad especial, una compasión natural y una voz suave y cálida para todos los que se acercaran a su lado.
Tanto sus propios hijos como nosotros, los sobrinos, disfrutábamos de ella al máximo: la exprimíamos, la abrazábamos hasta que se quejaba, le pedíamos postres de maicena, que nos contara cuentos en los que actuaban los peluches y cualquier objeto que pudiera simular vida; jugábamos juegos de mesa inventados por ella, realizados en cartón o tela con una habilidad increíble; tomábamos sopa a la siesta y helado casero de almuerzo; aprendíamos a tejer flores de crochet con las que ella hacía pequeñas colchas para cada uno. Nos íbamos de su hogar literalmente agotados, nuestros padres nos tenían que llevar en upa, dormidos. Y cuando despertábamos, en nuestra casa nos angustiábamos terriblemente de que la travesía en lo de tía Clide hubiese terminado.
Las otras tías tenían envidia de los ojos de amor con que la mirábamos, pero ella no lo hacía para aparentar o molestar. Su amor era tan natural, tan puro, tal libre, que no admitía el egoísmo ni la maldad. Así era también con los otros seres, sobre todo con los insectos a quienes protegía con una fortaleza espléndida. Le parecía muy injusto que una persona matara a una hormiga con el dedo índice, había una clara desproporción de tamaño. Ella prefería sacarlas gentilmente. También salvaba arañas, grillos, sapos y hasta perdonaba a los pulgones que de vez en cuando se comían las hojas de sus rosas amarillas (su flor favorita).
Pero con las cucarachas había algo que tía llamaba “oscuro”. Le producían un rechazo tan grande, una impresión de debilidad y dolor en el centro de su estómago. Cuando veía a alguna rondar por la cocina o salir de la rejillita del baño, entraba en pánico. Llamaba desesperada, gritando una mixtura de nombres para que cualquiera que estuviera cerca acudiera a librarla de ese tormento. Cuando Roque o alguno de los hijos llegaba a asistirla, ella salía corriendo de la habitación porque detestaba escuchar esa especie de explosión metálica que producía el insecto ante el golpe de la chancleta, las patitas retorciéndose, el duro cuerpo resistiendo, las antenas aun moviéndose, mandando quizás su último mensaje ante la inminencia de la muerte.
Por supuesto que todos resistíamos el asco o la impresión con tal de sacarla de su única fobia y ponerla a salvo, ya que tía Clide nos salvaba a todos de cada una de nuestras fobias, problemas y dolencias con su amor y comprensión.
Por supuesto que todos resistíamos el asco o la impresión con tal de sacarla de su única fobia y ponerla a salvo, ya que tía Clide nos salvaba a todos de cada una de nuestras fobias, problemas y dolencias con su amor y comprensión.
Los años pasaron así, hoy parece que volando, con tía ocupándose de la casa y la familia y tío Roque del trabajo, el ocio afuera, la vida social, la diversión. Cada hijo creció. Uno de los gemelos se fue a vivir a Francia. El otro, se casó. La hija se fue a vivir sola. Clide tramitó su jubilación de ama de casa. Y Roque, ante la angustia del famoso “nido vacío”, se buscó una novia joven, se implantó pelo en el medio de la cabeza, se anotó en el gimnasio y dejó para siempre a su esposa con la que había vivido casi 40 años.
Tía Clide entró en un letargo insulso, casi no salía y ya no tejía mantitas para los chicos del barrio. Sólo arreglaba su patio, cuidaba las plantas, observaba insectos; en un silencio tan profundo que hasta los muebles de la casa intentaban crujir más fuerte para llenar el vacío que se instaba en el aire, como una densa y molesta nube de soledad.
Entendíamos el estado de tía, toda su vida había vivido para otras personas que ahora no dependían de ella. Las sobrinas sobre todo, le sugeríamos que se anotara en cursos para adultos mayores, que se juntara con amigas, que viajara, que estudiara algo. Pero tía Clide nos explicaba que no estaba deprimida, sino que simplemente estaba transitando el cambio, asimilando que su existencia no era imprescindible y adaptándose a una casa vacía, a un corazón sin ruidos. Intentando, cada día, no sentir que había errado en sus decisiones.
Nosotros la visitábamos, ella nos preparaba sopa de verduras y panqueques con dulce de leche. No hablaba demasiado y seguía sin salir del estado de letanía en que se encontraba. No hacía planes ni para la semana siguiente, no pensaba en qué haría en las vacaciones, ni con quién pasaría las fiestas navideñas.
Los días de calor empezaron y con ellos aparecieron las primeras moscas. También, las cucarachas. Una madrugada, cuando tía Clide se levantó para hacerse un té de menta porque no podía dormir, una cucaracha se cruzó delante de sus pies y cómo el insecto sintió la presencia de un humano se paralizó, aunque sus asquerosas antenitas se movían frenéticamente. En ese instante, tía imaginó que estaría llamando a sus compañeras, pidiendo refuerzos y que si no hacía algo la iban a devorar lentamente, como una gran montaña de estiércol fresco. El terror llenó sus ojos y empezó a llorar casi sin sonido, lloró todo su miedo y tristeza contenidos. Comprendió que por más que llamara, nadie acudiría a salvarla y eso la hizo llorar más.
Ambos seres, cucaracha y tía, permanecieron inmóviles durante millones de años en 5 minutos. Cuando los ojos de tía se secaron de tanta lágrima derramada en silencio y el cuerpo se le empezó a entumecer por la tensión, llegó -como una luz incandescente- una hermosa revelación: nadie acudiría a ayudarlas, ni a tía, ni a cucaracha. Hermanadas en su soledad, en su miedo, en su vulnerabilidad. De golpe, el cuerpo de ambas se aflojó. Tía Clide pisó suavemente atrás de donde estaba parada la cucaracha y ésta (comprendiendo) corrió veloz a esconderse debajo de la alacena. Tía calmó su agitada respiración, se preparó el té, lo tomó tranquila y se fue a dormir.
A la mañana siguiente se puso un jean azul, una camisa fresca, agarró su bolso, se tomó el colectivo y se anotó en la universidad, obviamente en la carrera de biología. No estaba segura de nada y tenía mucho miedo de lo que vendría, pero la noche anterior había hecho las paces con una cucaracha, ¿qué cosa más incómoda que esa podía pasarle en la vida?
Danisa Pérez
Tía Clide es un ser maravillosamente retratado. Una expresión hermosa de nuestros miedos creados y nuestra capacidad de reconstruirnos. Me encantó.