Polaroid
- culturacasatomada
- 23 feb 2021
- 5 Min. de lectura
Un cuento de Danisa Pérez

La leve pero persistente lluvia ya había llenado las macetas más grandes del jardín. Las flores recién plantadas agonizaban por el exceso de agua y la sombría atmósfera que el temporal había instalado desde hacía una semana. Los rostros aburridos de los niños se podían ver a través de las ventanas, ya había dejado de ser divertido o anecdótico y se había convertido en una molestia pegajosa, que no dejaba zapatilla limpia ni piso encerado. Así era en la ciudad, largas sequías, insoportable aire caliente y de golpe un día, con mucho estruendo, la tormenta inicial. La lluvia esperada.
Esos días eran propicios para inclinarse hacia la melancolía. Paula sacó la caja de fotos del placar, hacía bastante tiempo que no recorría su pasado a través de las imágenes impresas en papel fotográfico. Su propia película sin montar, esperando para ser ensamblada en su cabeza, temblando en la caja cada vacío narrativo y orden cronológico a desarrollar.
El sólo destapar la caja se le figuraba como colocar la película en el DVD o poner el pen drive y activarlo en el televisor Smart comprado hacía meses. Lo atractivo de este movimiento era que nunca sabía qué película iba a mirar, todo dependía de sus emociones, de su humor, del clima, de los acontecimientos en su vida en las últimas semanas. A veces las fotografías le mostraban una hilarante comedia, de esas familiares y un poco tontas que sirven para levantar el ánimo. Otras veces, las mismas imágenes, presentaban dramas al mejor estilo William Shakespeare y otras, eran románticas de Meg Ryan y Tom Hanks. Sus gestos ante las fotos revelaban sus estados de ánimo mejor que cualquier espejo y terapeuta entrenada.
Como no paraba de llover desde hacía días, su mente se inclinó por el recuerdo triste. Tomó entre sus dedos la fotografía de sus primos y su hermano, apenas un bebé. Observó al mayor de sus primos y recordó su participación en una guerra ajena, con su cara apenas poblada de vellos, con sus brazos flacos, recién estrenada su virilidad. Nunca regresó de esa travesía a la que lo obligaron a asistir, muy lejos de sus intereses de joven pacífico y bonachón. Pensó en lo azarosa que es la vida, unos números determinaron su destino y no pudo ni siquiera decidir quién quería ser, no tuvo tiempo, no le alcanzó. Recordó que hace poco en la escuela de su hija pidieron poner la bandera de las islas en la campera del último año, ella detestaba ese símbolo geográfico, le aterraba verlo porque no dejaba de imaginar a su primo pidiendo por su mamá, sumergido en una pesadilla sin retorno. Pero en esa fotografía, él, aparecía con el rostro sonriente, tan lleno de esa luz característica de la adolescencia, no tenía uniforme, ni sangre en las manos, ni los ojos enrojecidos por el llanto, estaba entero y feliz, abrazando a sus primos más chicos, con su mamá observándolo embelesada.
"Es curioso el arte de la fotografía, complejo en su necesidad de capturar el momento, las emociones, los destellos de vida en un papel muerto".
Es curioso el arte de la fotografía, complejo en su necesidad de capturar el momento, las emociones, los destellos de vida en un papel muerto. Siempre pensaba en los pueblos que creían que las fotos te sacaban el alma y coincidía en que eran instantes del alma detenidos en el tiempo, congelados para trascender en un mundo por completo intrascendente, donde cada instante es distinto al otro.
Otra foto, la de un cumpleaños de su mamá. Los pichones alrededor, todos demasiado sonrientes, con una alegría envidiable. La gran torta decorada con glaseado rosa, una vela retorcida con la llama encendida, esperando el momento de los deseos siempre necesario en el ritual. Su madre al medio, con un extraño peinado, demasiado levantado, demasiado alborotado y fijo, muestra de la época. Los hijos alrededor, su hermano menor haciendo cara extraña como de costumbre y ella con sus enormes ojos cerrados en un inminente estornudo. Su hermana mayor perfecta, preciosa, delicada, sonriente y su papá con el bigote prominente que no permite distinguir la mueca de su boca. La postal de una familia feliz. Pero ella recordaba vagamente el detrás de esa escena montada, sus padres se estaban divorciando y ese cumpleaños fue un caos de discusiones y llantos. Los ojos de su mamá de repente se mostraron nublados, rojos y pudo observar la falsedad de su sonrisa amoldada a las circunstancias.
Paula empezó a lagrimear, sin dudas recordaba todos esos momentos en los que su familia había sufrido los golpes de la vida, las separaciones, los gritos, sus llantos escondida en el placar de la pieza intentando desaparecer. Eso la transportó a sus propios fracasos amorosos, a la separación de su amado esposo cuando él decidió que necesitaba ocuparse de su carrera y vivir en otro país. Las noches que pasó en vela, sin poder conciliar ni media hora de sueño porque no paraba de preguntarse qué había hecho mal. Pero ahora las cosas eran diferentes, se dijo con fuerza, con el tiempo, lo había superado y aunque seguía amando al padre de su hija, hoy podía decir que era feliz. Mantenían una relación anclada en lo mejor de ellos, su hija de 20 años.
Con ese pensamiento ambiguo de alegría y melancolía revolvió la caja en busca de sus fotos de casamiento y las del nacimiento de su hija. Pero encontró otra cosa, unas pequeñas fotografías en un papel más grueso. Las instantáneas sacadas con la polaroid. Qué recuerdos vinieron a su mente. Su madre había comprado la cámara polaroid con su sueldo de gerente en una empresa de ventas, era la última tecnología de la época. La cámara tomaba la foto y la largaba por abajo instantáneamente, debías agitarla y esperar unos minutos y la imagen comenzaba a aparecer como por invocación de una brujería. Que alegría tenían al probarla, ya no más acumular rollos que nunca se revelaban o esperar a que la casa de fotografía pudiera procesar en un cuarto oscuro esos recuerdos tan queridos.
Lo recordaba como si hubiese ocurrido ayer, foto familiar, foto de ella en la fuente de la plaza central, foto de sus hermanos haciendo caras raras, foto de su primo con el perrito que le había regalado papá, foto de papá y ella abrazados en la terraza de su casa, foto de toda la familia posando amistosamente.
"Ya no más acumular rollos que nunca se revelaban o esperar a que la casa de fotografía pudiera procesar en un cuarto oscuro esos recuerdos tan queridos".
Cuando los dedos de Paula tomaron las fotos, la verdad se reveló, las instantáneas se borraban con el paso del tiempo, se iban desdibujando desde los bordes hasta copar toda la imagen. Quizás por eso no prosperó el aparato y hoy casi ningún joven lo conoce. El encargado del laboratorio de revelado debía estar sonriendo. Creyeron ganarle en tiempo y dinero pero con los años sólo les quedó un pedazo de papel marrón, sin sentido alguno. Los rostros sonrientes de sus hermanos, las facciones de juventud de sus padres, casi olvidadas por la actualidad, su propio rostro no era más que una mancha en un lienzo descolorido y sin vida.
Entre su tristeza y la pérdida parcial de sus recuerdos, entendió que la vida era eso, una enorme polaroid largando instantáneas. Una sucesión de momentos que se van desdibujando una vez vividos, se van perdiendo en las redes del tiempo y sólo queda tierra, barro, polvo.
Se levantó de un salto de su silla y sin siquiera guardar las fotos en la caja, buscó su piloto, se calzó las botas de lluvia y salió, a disfrutar de estar viva, a sentir el pellizco suave del agua, a saludar a sus vecinos por las ventanas, a encontrarse con algún familiar o amigo o a sentarse sola en un café a disfrutar de las medialunas tibias. Porque la vida es eso, vivir, antes de que se empiecen a desdibujar los márgenes de la foto.
Danisa Pérez
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