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Cuaderno

  • culturacasatomada
  • 25 oct 2020
  • 3 Min. de lectura

Cuento de Danisa Pérez



Ese día fue especial en el centro comunitario, los coordinadores habían preparado una merienda abundante y además tenían en una mesita del rincón, paquetitos de regalo. Cuando Martín recibió el suyo y sintió el escaso peso sobre sus manos, dedujo que no debía ser demasiado interesante su contenido. Lo abrió desganado. En el interior había un cuaderno, 2 lapiceras y una caja de 12 lápices. Decir que su expresión era de sorpresa es poco, desconcierto y hasta angustia en sus ojos marrones de largas pestañas.


Una de las profes, de lo más entusiasmada, explicó que esos cuadernos eran para que escribieran sus pensamientos, emociones, ideas, información importante, recuerdos, preguntas que quisieran compartir. Y se agregaban los lápices para aquellos que quisieran experimentar con las ilustraciones. Era excesivo el esfuerzo que la joven realizaba para transmitir la idea con alegría. Y mirando a sus compañeros con ojos que pedían socorro, continuó contando que ella había tenido un cuaderno personal cuando era chica y que le había fascinado usarlo para expresarse.


Nacho salió al rescate al grito de “¡A tomar la leche, que ya está lista!”.


Martín verdaderamente no entendía qué podía hacer él con ese cuaderno, reconocía que tenía una linda tapa y que las hojas eran suaves, pero ¿qué podría escribir? Ni siquiera le gustaba hacer la tarea de la escuela, la sola idea de abrir la carpeta le daba ansiedad y pensar en los retos de la seño porque no terminaba a tiempo de copiar lo del pizarrón, lo angustiaba terriblemente.



Martín tenía 12 años, vivía con su mamá y 4 hermanitos en una casa con una sola habitación. No conocía a su papá, pero sí al de sus hermanos. Era un señor que vivía en la casa de la vuelta con su mujer y 2 hijos más. Mirando el cuaderno sintió que eso era una pérdida de dinero y tiempo, pero realmente apreciaba a los profes así que agradeció con una sonrisa cariñosa.


Esa misma noche llegó de visita el padre de sus hermanos así que debieron quedarse en la habitación, bajo la orden de no salir. Como ya era bastante tarde, Martín les cantó un par de canciones y los más pequeños se durmieron tranquilos. Mientras escuchaba las respiraciones pausadas y una llovizna finita empezaba a pegar contra el vidrio de la ventana, le entraron unas ganas enormes de escribir algo. Necesitaba contar tantas cosas que había vivido en sus pocos años, las veces que las personas habían llegado a su vida y se habían ido sin explicaciones, el hambre acalambrando su estómago durante tantas noches, la responsabilidad de cuidar a cuatro hermanos y las veces que su mamá le pegaba porque alguno se golpeaba o lloraba encaprichado. Escribió como pudo, como supo, contó y contó todos sus días. Con errores de ortografía, casi sin puntos ni comas. Con letra desprolija. No durmió en toda la noche narrando sus 12 años, desde su mirada de niño obligado a vivir una infancia trunca, el abandono de sus padres y del gran padre al que otros llaman patria, pero él sólo ve como algo lejano e inentendible.


No durmió en toda la noche narrando sus 12 años, desde su mirada de niño obligado a vivir una infancia trunca, el abandono de sus padres y del gran padre al que otros llaman patria.

Cuando se agotaron sus palabras, tiradas con apuro sobre ese inocente cuaderno, se acostó a dormir las pocas horas que quedaban antes de que el despertador lo llamara. Agradeció en silencio, realmente sentía que había perdido varios kilos en ese sincero acto de expresar, y sólo él sabía cuánto se necesitaba andar liviano en los espacios en los que se movía. Liviano para huir, para perder, para llorar sin lágrimas.

Esa historia no se convirtió en una obra artística, ni llegó a las manos de correctores, mucho menos de cazadores de talentos artísticos. Pero implantó en Martin una idea: el arte es de todos, no sólo de ese autoproclamado grupo de privilegio.


¿Para qué querría un cuaderno un niño de 12 años de un barrio muy humilde? ¿Cómo podría expresar sus emociones y que alguien quisiera leerlas? ¿Cómo sabría reconocer, en el acto artístico de narrar, una manera de aliviar sus penas? El error está en creer que puede determinarse socialmente quiénes pueden sentir y expresar, quiénes tienen permiso para contar historias y quienes están marginados a la espera de que alguien les de voz.


El acierto, cada persona debería tener un cuaderno de anotar la vida, aunque sólo sea para derramar sus emociones en las páginas, aunque no lleguen nunca a los ojos de voraces lectores de ficción o realidad. Aunque ese escrito sanador nunca salga de las orillas en las que vive su autor.

Danisa Pérez

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