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Best Seller

  • culturacasatomada
  • 11 oct 2020
  • 4 Min. de lectura

Un cuento de Danisa Pérez







Algunas personas afirman que los sufrimientos, las tristezas, los obstáculos son un motor indispensable para la actividad creativa, sobre todo en el ámbito de la literatura. Por eso, Leonardo Romero siempre estaba atento a lo negativo. Como buen escritor principiante, llevaba una pequeña libretita y una lapicera para que no lo sorprendiera la desgracia sin su material más importante. La Tablet siempre estaba abierta con una página en blanco disponible y hasta la aplicación de notas del celular permanecía vacía, para tener espacio cuando las musas dictaran épicas historias.


Lo cierto es que Romero era un desafortunado en eventos desgraciados. Como reto del universo, tenía una vida bastante alegre, aunque no demasiado como para ser inspiración con frases positivas por ejemplo. Ya había intentado su faceta de influencer. Posteaba frases extremadamente comunes, con ideas que mostraban un camino medio y aburrido. Caía siempre en los clichés, lugares comunes. “Amanece que no es poco” –obtuvo 2 me gusta y el comentario “Esa frase no es tuya, ladrón”, que el autor borró inmediatamente. “El café muy caliente puede dañar las cuerdas vocales, por eso tómalo tibio, como la vida”. No obtuvo ningún like ya que la frase y la idea eran malísimas. Abandonó las redes con tristeza.


La vida no le mandaba esos sufrimientos que necesitaba, le tiraba cosas mucho más insignificantes, era como si el mismo universo se riera a su costa. A veces, cuando hacía panqueques, no se fijaba si quedaba dulce de leche y obviamente no quedaba. Cuando terminaba de bañarse, se secaba con una toalla que estaba húmeda y nada agradable. Cuando salía a caminar, la media se le enrollaba y le molestaba todo el paseo. Cuando se cortaba un dedo y se ponía una curita, siempre pegaba una parte sobre la herida, lo que le provocaba más ardor. Cuando tendía la ropa en el patio, justo el vecino estaba haciendo un asado y el humo quedaba impregnado toda la semana. Problemas muy horribles, sin dudas, pero que no podían constituir una obra literaria interesante.

Leonardo Romero no se rendía. Hizo sus intentos, escribió: Oda a las toallas secas –obra en la que alentaba a los que se bañaban a poner una toalla limpia para el próximo en realizar esa tarea tan fundamental; Canción de los panqueques que no querían ser comidos; Cuento de la media que un día hizo huelga; leyenda de terror “El macabro plan de las curitas asesinas”.


Estaba feliz de escribir, de no rendirse, pero sentía que esas no eran sus obras maestras. Necesitaba más obstáculos, más tristeza, más dolor. Se esforzó por deprimirse, intentó llantos angustiosos, observó a otras personas con la expectativa de que le dieran material. Un día se propuso escuchar las quejas de todos, pero cuando intentaba profundizar en los pesares, nadie quería contarle porque sabían de su plan y no querían ser personajes de sus malas obras, que nunca llegaban a ser best sellers.

Un día se enamoró. Profundamente. Hacía cartelitos con su nombre. Llenaba de flores los floreros de la casa. Se vestía de rojo y azul (aunque no era de San Lorenzo). Comía bombones rellenos con dulce de leche mientras deshojaba una margarita. Lo dulce fue que la otra persona le correspondió, y ambos llenaron sus espacios con palabras de cariño, risas perfumadas, noches de pasión.


Lo dulce fue que la otra persona le correspondió, y ambos llenaron sus espacios con palabras de cariño, risas perfumadas, noches de pasión.

Ante esta inspiración amorosa, Leonardo Romero llenó decenas de cuadernos y álbumes con recuerdos: de viajes (algunos largos, otros no tanto); cartas, boletos de colectivo, poemas, entradas a conciertos de rock, flores secas de las primeras plantas que pusieron en su hogar recién estrenado, fotos: de ellos solos, con amigos, con familia, con los vecinos, con la seño de la primaria que se cruzaron en el súper. Fotos comiendo pochoclos, celebrando navidad, tirándose a una pileta, haciendo un asado de bienvenida, una huerta en el patio, comiendo una picada en un bar. Miles de fotos y memorias.


Cuando llegó la vejez y la muerte se llevó a Leonardo, su pareja armó un precioso libro con la historia que habían compartido. Era un libro vanguardista, como le dijeron de la editorial, porque no sólo narraba una historia de aventuras, era una lupa sobre las personas comunes que habitan la tierra, en cualquier parte. Leonardo había anotado: diálogos con la viejita que vivía a la vuelta de su casa (a quien siempre visitaba y escuchaba con atención), descripciones exactas y cariñosas de la panadera y el verdulero de la esquina. Planes de los vecinos para juntar plata y arreglar la calle. Proyectos cumplidos de amigos y familiares. Conversaciones graciosas de sus compañeros de trabajo. Descripciones poéticas de las visitas de sus sobrinos a la casa. Recetas de galletitas de avena que su cuñada le había regalado y sus intentos fallidos de que le salgan tan deliciosas como a ella. Ideas emotivas que anotaba después de ver una buena película dramática. Ideas para nuevos enfoques en las películas de zombies. Cuentos que inventaba para los hijos de sus amigos cuando se juntaban a comer unas pizzas. Canciones sobre el aroma del protector solar y la alegría de sacar del ropero las ojotas, anuncio evidente del final del invierno.


Además, el libro incluyó sus obras anteriores como un apartado: “Pequeños pesares de la vida cotidiana”. Fue un éxito. Gracias a la capacidad de observación del autor que con el tiempo se había convertido en una sabiduría inspiradora. Fue un verdadero best seller y sus anteriores conocidos que no habían querido contarle sus pesares, se arrepintieron un poquito. No pudieron pasar a la inmortalidad a través de la pluma de Leonardo Romero.

Danisa Pérez

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